El Post-natal de la Ley de Propiedad Intelectual
La casi concluida gesta de la Ley de Propiedad Intelectual a veces más pareció un drama (¿comedia?) de Hollywood que el proceso legislativo usual opaco, complicado y – para que estamos con cosas – de una fomedad que nubla la mente. Como olvidar de estos más de dos años de discusión las destempladas editoriales anti-comunistas, las persecuciones imaginarias, la dura lección sobre piratería que recibió Fernando Ubiergo, las campañas y las contracampañas. El lento pero seguro despertar en que muchos se dieron cuenta que la ley que teníamos nos marcaba a todos como delincuentes. Y que teníamos que dejar de ser piratas.
Y así, y por primera vez en Chile, será legal traducir obras en idiomas extranjeros que de otra manera serían inaccesibles, será posible adaptar obras para que personas con alguna discapacidad puedan acceder a una cultura que también les pertenece. Será posible – si, hay buenas nuevas para los computines – respaldar legalmente un programa computacional o la ingeniería inversa del mismo. Y al fin tenemos el derecho básico de la remezcla cultural: el derecho a citar a otros sin poder ser censurado, y un derecho a hacer usos justos de las obras de otros.
Pero como buen drama que fue este proceso, el proyecto no podía llegar a la meta sin un momento que, si hubiera sido esto una de las de Bruce Willis, tuvo a la Ley colgando de un precipicio agarrada con dos dedos y con pinta de que la cosa no va más. Y el villano (o héroe, según el punto de vista) fue nada menos que el Diputado Gonzalo Arenas, que entre gallos y media noche decidió montar una campaña para rechazar el proyecto de Ley, sumando en el camino el apoyo de muchas comunidades digitales para las cuáles el proyecto de reforma – el primero que incluye excepciones reales en casi 40 años – se convirtió en «la ley de censura de internet».
Sin querer defender los contenidos de los artículos en cuestión ni mucho menos las exageraciones ridículas que se hicieron de su lectura, el surgimiento del Diputado Arenas y sus asesores como defensores del «derecho a compartir» es un ejemplo fantástico – e insólito – de lo fácil que es a veces ganar una batalla política con la mezcla correcta de un par de esloganes facilistas, el entusiasmo de muchas comunidades digitales, y una botella grande de ignorancia.
Y es que el Diputado Arenas no es un recién llegado a la discusión de la LPI, como le pasó a muchos diputados en los días previos a la votación. Como miembro de la Comisión de Economía, Fomento y Desarrollo, el honorable Diputado tuvo conocimiento y poder para cambiar el texto del proyecto desde que ingresó al Congreso… en Mayo del 2007. Durante los más de cinco meses que duró la discusión en la cámara, el diputado no solo no cambió los mentados artículos en la Comisión, sino que llegado el momento, aprobó con el resto de sus colegas el texto del proyecto. Texto que ya en ese tiempo incluía el mentado artículo 85 T que casi dos años después, y días antes de la aprobación final de la ley, el Diputado denunciaría como una violación de los derechos de los usuarios de internet.
Pero así es la política: a veces se puede quemar una casa, llamar a los bomberos, y finalmente ganarse una medalla por haber apagado el incendio. Nada de mal como acto de contorsionismo político.
Más interesante, sin embargo, es lo significa para el futuro de los derechos de autor en Chile la aprobación de la Ley y el surgimiento – ¿momentáneo, permanente? – de las comunidades que apoyaron al Diputado Arenas. Y es que antes de la aprobación de la reforma, todos eramos piratas. El mundo del derecho de autor era uno en blanco y negro, donde no creer en el control absoluto de la obra por su autor significaba que la alternativa – el otro lado de la cerca – estaba ocupado por gente que podía tener opiniones – o accionares, a falta de la reflexión – muy distintos, pero que podían estar de acuerdo en que la ley era antidiluviana, y apoyar su reforma. Dado lo básica, lo primaria que era la discusión que generó la ley, era fácil ignorar las diferencias entre una cultura donde los derechos de autor no tienen cabida en internet y otra en que, sin apoyar modelos de negociación y compensación obsoletos, aún se aceptan la importancia de que los autores sean compensados.
Pero con la llegada de la nueva ley, con sus excepciones y su expansión de acceso a la cultura, aparecen también tonos de gris en la discusión. Se movió la cerca, y con ella tendremos que responder preguntas que son, en cierto modo, las más difíciles y complejas: ¿Como se compatibiliza el «derecho a compartir» con la necesidad de compensar (y es eso lo que tenemos que compatibilizar)? ¿Existe una alternativa al modelo de «una copia es una venta»? ¿Cuál es el efecto real de la copia ilegal sobre la industria comercial de la cultura?.
Esta no es, por supuesto, una discusión exclusivamente Chilena, y las respuestas a estas y otras preguntas han sido difíciles de encontrar en todo el mundo. Pero pareciera que la aprobación de la LPI facilita que en Chile tengamos una participación más seria (y si, más radical también) en una conversación internacional de la cuál eramos meros espectadores.